Aquella luz al final del túnel


[Por O.Lee Chong]...
Aquella luz al final del túnel por el que avanzaba era mil veces más penetrante de lo que yo imaginaba. Dicen que el momento exacto en que uno se debate entre la vida y la muerte, ese par de instantes precisos en que uno está a la mitad de la vida terrenal y ese espacio divino que nadie conoce, es la sensación más maravillosa que se puede experimentar, mejor que cualquier viaje con el más poderoso de los alucinógenos. Es como que la mente se pusiera en blanco y uno viviera en un par de segundos una sensación placentera que se hace eterna, una mezcla de satisfacción, miedo y deseo, una extraña amalgama de lo mejor que te ha pasado en la vida. Pero yo tenía miedo, sentía una especie de responsabilidad que no entendía de donde venía. Para mí era extraño. Jamás estuve muy convencido de las cosas divinas, aunque cientos de veces me imaginé caminando por un túnel al lado de gente extraña, todos con el corazón a medio palpitar, caminando hacia una luz seductora pero peligrosa, una luz con una fuerza increíblemente magnética, que lo cambiaba todo.

Adentro mío había algo que me pedía que no caminara hacia esa luz, una pequeñísima fuerza que intentaba convencerme de estancarme y pegar los pies al suelo blando que pisaba, y de a poco retroceder, de a poco volver de las tinieblas, de ese placer mentiroso que haría que mi vida nunca regresara a como yo la había conocido, a que todo lo que había vivido acabara.

No sabía a qué hacerle caso, no sabía si avanzar como todo el mundo, o si retroceder para seguir viviendo en medio de los míos, para seguir siendo el mismo. Para poder cuidar y guardar mi vida para siempre. En mi interior había un debate peligroso, un debate en que discutían mis miedos, mis sueños y mis recuerdos. Un debate donde el juez era un señor al que no se le veía la cara, acompañado de un ser diferente que no tenía alma. A veces, el Diablo y Dios se toman un café a la espera de lo que hagamos los mortales, contando los segundos para decidir en el mejor de los azares qué va a pasar con nuestra suerte.

Yo maldecía ese momento. No es que sea cobarde, no. Había luchado toda mi vida, había sido valiente siempre. Había agradecido en cada segundo de mi existencia el esfuerzo de mis viejos, veía como un icono sagrado esa bicicleta en la que el hombre salía cada mañana como un peón en guerra a dar la vida para que yo pudiera comer, crecer y jugármela por construir mi propia historia. Sentía como un pilar del mundo a la señora que todos los días me despertaba en la mañana antes de irse a trabajar, antes de cruzar la puerta hacia la batalla cotidiana de fabricar oportunidades con sus manos y sostener la sola e inocente idea de que mi hermana y yo pudiéramos “salir adelante”. El recuerdo me inspiraba para levantarme todos los días a seguir su ejemplo. Pero esto no era fácil. Ellos querían hacer una vida mejor para mí, y eso era justamente lo que se me iba: la vida que conocía, la vida que había vivido.

Ahí estaban metidos en mi bolsillo todos mis recuerdos, escondidos en mi mano para que nadie me los robara. Ahí estaban mis amigos de la población, los del barrio, los de siempre. Ahí estaban mis eternos hermanos mayores como les decía yo, que me habían llevado a jugar a la pelota contra los grandes desde que yo era niño. Ahí estaba mi amigo de toda la vida, ese que se casó, ese que tuvo hijos, ese que abandonó los sueños en si mismo, para dejarlos en otra persona. Ese que cuando se acabe el mundo, que cuando un apocalíptico final nos robe hasta los suspiros, va a estar ahí jugando conmigo en la cancha de la esquina, tirando la pelota de arco a arco, a ver quién le hace más goles al otro.

Ahí estaban mis amigos del liceo, esos que me acompañaron en la adolescencia, esos de las fiestas, esos que vieron cómo una mujer de mi misma edad me rompió el corazón a los quince. Esos que tuvieron que esperarme, esos que entendieron que yo estaba en otras cosas.

Ahí están todos, metidos en mi bolsillo, en los recuerdos de una vida que estoy a punto de perder, en la memoria de un joven como yo que no sabe como mierda llegó a hasta aquí.

La niñez me pone nostálgico, los recuerdos de mi viejo llevándome a la cancha a jugar los domingos, esa vieja camiseta de Caszely que una vez accidentalmente le quemé en una estufa a parafina mientras mi mamá intentaba secarla más rápido. O esa noche que a veces pienso que fue mentira, la de mi primer recuerdo, la de estar sentados mirando la tele, viendo a un grupo de hombres con uniformes de batalla, cuerpos blancos llevando entre las manos la gloria, la esperanza, el trofeo máximo, una figura cilíndrica enorme que da la vuelta en un estadio repleto, húmedo de tantas lágrimas, y miles de manos que apretadas contra la reja intentaban tocar ese pedazo de metal que se paseaba delante de ellos, y que esos guerreros vestidos de blanco les enseñaban y acercaban lo más posible.

Lo recuerdo borroso y oscuro, pero como si fuera ayer, como si mi viejo estuviera al lado mío para que yo le preguntara tal como esa vez: “¿por qué la pasan por la reja, por qué dejan que la gente la toque?” y para que él me respondiera llorando: “porque tienen que mostrársela al pueblo, porque es de ellos, porque también es tuya...” Ese día supe que pertenecía a algo especial, que era parte de una raza diferente de gente humilde y esforzada, pero ganadora... De gente que no se agacha ante los problemas, de herederos genuinos del único pueblo del continente que no entregó jamás sus tierras ante la pólvora del invasor, que a fuerza de inteligencia y coraje JAMÁS se rindió ante el miedo. Ese día supe que había que acostumbrarse, que entre mi padre y yo había algo tan especial como poderoso. Algo que creció y que regó a mi hermana, algo intimo que se comparte en forma suprema con los que uno quiere, con los que uno realmente confía.

Esa noche fue única, esa noche rompimos la tónica de una historia mezquina con los de este lado, con los que bañamos nuestra costa de Pacífico. Esa noche trajimos el símbolo de los Libertadores de América a nuestra vitrina generosa. No había que ir a Santiago para verla, no había que visitar Cienfuegos 41. La teníamos nosotros en nuestra casa, estaba en mi población. La veía todos los días que mis viejos llegaban del trabajo, la tocaba cada tarde de sábado en la esquina con mi vecinos y mis amigos, cada domingo en la cancha jugando mi propia final. Estaba en el living de la casa de cada orgulloso individuo anónimo que llevaba en el pecho un escudo con el nombre de un viejo caudillo que organizó a su pueblo para pelear hasta la última gota de sangre defendiendo lo que creía que era justo.

Yo avanzaba por ese túnel, pensando que cuando llegara a la luz todo iba a ser distinto. Me reiniciaba... ¿reencarnación? No tenía idea... solo pensaba en la vida que dejaba, solo recordaba y veía a mis viejos,...y a mi hermana: las imágenes estampadas en fotos viejas de una niña de ojos negros y trenzas, de vestido a cuadros, que agita una bandera blanca, mientras su madre ríe, y su padre mira orgulloso. El cuadro de un chico triste que llora caminando de noche por las calles de una ciudad oscura, con la mano de su padre en la espalda, y el consuelo de saber que se perdió una maldita liguilla, pero no la vida para seguir intentando ganar. El recuerdo de una voz por el auricular que se escucha solo un par de veces en el año, un padre que extraña a sus hijos que se fueron de la casa, que odia la tecnología, y que solo pide hablar por teléfono con ellos cuando termina el torneo, para gritar una vez más, ¡¡somos los mejores, somos campeones!!

Si llegaba a la luz, nunca más iba a poder ver por la tele cómo un hombre venido desde el otro lado de la cordillera metía un zapatazo que cambiaba el rumbo de tú vida, que mataba de un infarto por la emoción a otro hombre a miles de kilómetros de distancia en el sur del país. Yo era apenas un niño, pero comprendía que la vida te puede cambiar en un segundo si un partido te da la espalda pero hay un héroe con el número 8 en la espalda, que es capaz de engañar al destino y hacer que al día siguiente un país completo despierte orgulloso y contento. Gracias por esa Espina clavada en la historia de un grupo humano que no olvida. Gracias, porque yo era un niño, pero me sentí como un hombre aprendiendo la lección que hasta el día de hoy llevo grabada en mi memoria, que mejoró mi vida, porque hoy sé que ante cualquier rival, que en cualquier escenario, que en la situación más adversa, siempre se puede llegar hasta el final con una sonrisa, como aquella noche de Supercopa de 1996.

Cada segundo que pasaba era un par de pasos que me acercaban a ese final que me estaba esperando, yo aceleraba mi cabeza. Trataba de que los recuerdos se apuraran para verlos a todos juntos y dar mi último respiro feliz. Apretaba mi mano para que no se fueran las imágenes. Mi puño sangraba del esfuerzo por capturar lo que yo no quería que me abandonara. El destino estaba al final de ese maldito túnel. Todo lo que me estaba pasando era inevitable, la luz era cada vez más fuerte, y un murmullo me hacía estallar la cabeza.

Mi vida acababa, cambiaba. Ese niño que lloró como hombre que era en una noche de invierno junto a su padre, cuando la esperanza de repetir la hazaña de seis años atrás se vio destrozada frente a un enemigo conocido que supo derrotar nuestra lucha, se va a acabar. Ese niño que lloró de la emoción en una noche de diciembre cuando todo el mundo decía que nuestra historia estaba quebrada, y aquel hombre, el mismo de siempre, ese venido desde el otro lado de la cordillera, se echó los problemas al bolsillo, la responsabilidad en la espalda, la rabia acumulada en su interior como combustible para el alma, y nuevamente nos puso de cara al cielo, con los brazos arriba, sintiendo que no hay nada mejor que todos nosotros juntos peleando por lo que siempre hemos sabido, ser campeones.

Falta poco, ahí está el final, un paso y todo esto se acaba. Me inunda el miedo, me atropella el pánico. Siento frío, siento ganas de huir de todo esto. Qué mierda pensará mi madre, que trabajó todos los malditos días de su vida por mi culpa, que no supo de descanso para poder ver a su hijo cumplir sus metas. ¿Sabrá lo que pasa adentro mío? ¿Tendrá noción del miedo que tengo? Fui injusto con ella, dejé joven la casa para ir en busca de lo que yo tanto quería. Jamás me dio la espalda, siempre confió en mí.

La luz me toca, estoy en pleno margen entre mi vida, y... ...la otra. Estoy cruzando el túnel, lloro. Una vez más estoy llorando. Pero no es miedo. Los recuerdos de mi vida se me agolpan en la cabeza, la luz me cubre por completo, el ruido estalla. No creo lo que veo, hay un ser supremo que me llama. La sensación es miles y millones de veces más intensa de lo que me imaginaba. ¿Así es abandonar la vida?

Una fracción de segundo de silencio y claridad, un pequeño instante en que me concentro en un punto en especial... hay mucha gente, mucho ruido, vapor, nubes, una niebla espesa que no deja ver... pero ahí está, allá a lo lejos lo distingo, veo a... sí, ahí está mi padre. Una vez más este niño está llorando como un hombre que es... desde la distancia distingo a mis amigos de toda la vida, los del barrio, mis eternos hermanos mayores, están mis amigos del colegio, los que me entendieron y supieron esperarme, está mi hermana, mirándome con orgullo, está mi madre con un expresión de haber terminado una carrera contra el tiempo y tener una medalla de oro olímpica en las manos, y a su lado... mi padre, sí, mi padre, un hombre de acero que llora como un niño, mirándome, viéndome... lloramos juntos, a la distancia. Llora por mí, llora por él. Llora porque se cumplió su sueño, y el de su viejo... llora porque cumplí el sueño de mi vida. Llora porque también recuerda. Llora porque delante de sus ojos está el momento supremo que esperamos durante toda nuestra existencia, para el que trabajamos como indios guerreros que somos, como hijos de una raza brava e invencible, indómita y eterna.

Llora por lo mismo que lloro yo. Llora porque crucé el túnel, porque llegué hasta la luz, porque estoy pisando el pasto del Estadio Monumental, porque lo imaginé durante cada día de mi vida, porque el ruido ensordecedor de los miles de colocolinos que gritan rompiéndose la garganta te desgarra los oídos, porque el papel picado ahora cae en mi cabeza, porque las luces de bengala te hacen doler los ojos, porque los fuegos de artificio, el humo y el palpitar de cientos, miles, y millones de corazones son como el puño apretado que sangra con los recuerdos de mi vida. Una vida completa que sirvió para preparar y esperar este momento, en el que todos mis deseos y sueños como niño, hombre, hijo, hermano y amigo se reúnen en el centro de la cancha, saludando a los miles de niños que miran soñando con estar aquí algún día, aunque sea un momento de sus vidas, donde estoy yo... ahí, en ese lugar, en el que tantas veces vi y envidié con toda mi alma, en el lugar del venido desde el otro lado de la cordillera, en el lugar de todos mis héroes de infancia... Ahí mismo. Porque ahora seré yo quién le muestre la copa al pueblo, porque es suya, porque es de mi viejo, y porque bueno, porque ahora también es mía...

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